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ÉRASE UNA VEZ UN CHARCUTERO Y SU BUTIFARRA


¡Hola!! De acuerdo, reconozco que el título no invita precisamente a leer, pero, por una vez, esto me da igual. Los minicuentos ÉRASE UNA VEZ serán mi pequeña vía de escape, mi psicólogo, mi espacio para gritar las injusticias y las cosas que me trillan. A veces, necesitamos algo así, sin censuras, sin miedo al qué dirán o a decir algo políticamente incorrecto. Y ahí va el primero que me ha venido en forma de metáfora. Espero que nadie se enfade, aunque, chicos, estoy harta de ir con pies de plomo hasta para ir al retrete 😛 Todos tenemos nuestras opiniones, no somos iguales, por fortuna. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que todos los puntos de vista son válidos?

Érase una vez un charcutero al que se le ocurrió una idea fantástica: butifarras bajas en grasa, bajas en sal, bajas en color, en sabor… ¡Pero muy adictivas!

El charcutero elaboró sus butifarras, con la dificultad justita para hacer un embutido sin otro atractivo que eso, la adicción, el picante y la tranquilidad de que, el que se la come lo hace para pasar un rato, sin complicaciones.

Y, miren ustedes, que las butifarras del charcutero comenzaron a venderse. Tanto se vendieron que el hombre comenzó a ganar mucho dinero y, por tanto, hizo más butifarras que se siguieron vendiendo muy bien. ¡Bien por el charcutero! Tuvo una gran idea y tuvo éxito. ¡Felicidades y todo mi respeto!

Pero, como suele ocurrir con las cosas que tienen éxito, llegó otro charcutero que quiso también ganar dinero sin calentarse demasiado la cabeza y usó una receta muy parecida a la del charcutero número 1. Todo el mundo estaba encantado con las butifarras del primer charcutero, así que compraron también las del segundo y le hicieron ganar también bastante dinero.

Viendo el éxito de estos, llegó el charcutero número 3, y después el 4 y el 5 y el 6…

Se vendían tan bien estas butifarras, que las tiendas dejaron de pedir otra cosa que no fuera estas adictivas y sencillas piezas «sin pretensiones» pero que, oye, a todo el mundo le encantan.

Así llegó el momento en el que, una mujer a la que no le gustaban en absoluto las butifarras, recorrió todos los mercados y se encontró con que ya no existía otra cosa que comer. Butifarras. Algunas eran rojas, otras azules, otras rosas, pero, en esencia: BUTIFARRAS.

La mujer aún encontró algunas tiendas en las que había chorizos sabrosos y salchichones suculentos, pero estaban tan escondidos tras el mostrador que la gente no los veía y, por tanto, no los compraban.

Y llegó el día en el que la mujer, harta de encontrar solo simplonas butifarras, decidió gritar fuerte para que la gente se diera cuenta de que sus vidas se estaban volviendo muy aburridas. La gente la aplaudió, le dieron la razón, protestaron, insultaron a las tiendas que solo traían butifarras y hasta se burlaron del charcutero uno y dos, que fueron los que comenzaron esa situación.

Resultó que, llegado ese momento, todo el mundo decía que jamás había comprado esas butifarras, que no le gustaban, que eran odiosas, pero, las ventas estaban ahí, para que todo el mundo las viera…

Con esperanzas renovadas, la mujer que odiaba las butifarras fue una nueva mañana al mercado y se encontró que había chorizos en todos los puestos. Chorizos y más chorizos, de muchos colores y formas, pero: CHORIZOS. ¡Ah! Y también alguna que otra butifarra…

Y… Vuelta a empezar el cuento.